Homilía del P. Jesús Álvarez Gómez (q.e.d.), el 18 de julio de 1996, en la que habló de San Federico, comentó el Evangelio de san Mateo 11,28-30 y, en ese contexto, nos enseñó a interpretar una carta de NPF, Siervo de Dios P. Federico Salvador Ramón a M. Infancia Sort Delmonte, ein.
«1. Hoy celebra la Liturgia la fiesta de San Federico que fue obispo y mártir, que nació a finales del siglo VIII. Era oriundo de Inglaterra. Sus abuelos habían venido al Continente europeo en la expedición de San Bonifacio, el apóstol de Alemania. Según cuentan sus biógrafos, de niño repetía a su madre todo lo que había oido en la Iglesia. Fue clérigo en la Iglesia de Utrech, donde se dice que descolló por su dulzura, su lealtad y su desinterés, virtudes bastante difíciles de encontrar en la sociedad de aquel tiempo. Fue consagrado obispo de la diócesis de Utrech en el año 828; reprochó la mala conducta del Emperador y de la Emperatriz; y esto parece que fue la causa de su muerte; por lo que la Iglesia le venera como mártir.
2. Los santos son los testigos de la conciencia cristiana; del modo de entender y vivir la perfección cristiana, teniendo como centro de atención un tiempo y una situación social y eclesial determinados. La comprensión de los santos es posible solamente si se tiene en cuenta la novedadque aportan a la viday a la misión de la iglesia, dentro del tiempo que les tocó vivir.
3. Esto lo podemos aplicar al santo que hoy conmemoramos: San Federico, que vivió un tiempo especialmente turbulento, durante el imperio de Ludovico Pío, que abarcó la mayor parte de la primera mitad del siglo IX. El modelo de santidad seguido por San Federico fue el de los Obispos-Pastores en medio de aquella época de tinieblas de las que la Iglesia se empeñó en sacar a aquella incipiente civilización europea. Fue una obra de larga paciencia. Un tiempo en el que se requería un testimonio más intenso y más estable; es decir, una nueva moralidad: unas nuevas relaciones con Dios, con el prójimo, con las realidades materiales e incluso con uno mismo. Cada época necesita sus propios santos, sus propios testigos de la caridad divina.
4. En la lectura continua del Evangelio de San Mateo (11,28-30) que corresponde al jueves de la Semana 15ª del Tiempo Ordinario, nos encontramos con unas palabras de Jesús que son la clave de toda la vida cristiana:
«Cargad con mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.»
Palabras que solamente podrán tener una explicación cumplida si se leen y entienden en el contexto de los versículos anteriores:
«Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla.»
En aquella sociedad en la que vivió San Federico, como también en esta en que nos ha tocado vivir, nos encontramos tan habituados al mal trato y a la prepotencia, a la opresión privada y pública, que parece que esas palabras de Jesús relativas a la dulzura, a la mansedumbre, no pueden ser creíbles; y sin embargo, los discípulos de Jesús tienen que hacerlas realidad en la vida de cada día, como algo connatural a su propia identidad. Precisamente, la dulzura fue una de las cualidades más sobresalientes en aquel Obispo del siglo IX, que se llamó San Federico, en medio de aquella sociedad bárbara; por eso se hizo notar precisamente; porque era algo extraño en medio de aquella sociedad violenta.
Por eso las palabras de Jesús contrastan con aquella sociedad en la que el yugo social convertía en esclavos, en siervos; pero no esclavos ni siervos del Jesús manso y humilde de corazón, sino de aquellos señores prepotentes.
Por eso mismo contrastan estas palabras: yugo y dulzura; carga y ligereza; las cuales parecen un contrasentido; parecen incomprensibles a primera vista; porque el yugo es sinónimo de esclavitud y la carga sinónimo de peso y opresión.
Pero el yugo de Jesús es suave y su carga ligera, porque después de que El mismo los llevara se han tornado suaves y ligeros; se han tornado en sinónimos de libertad.
5. Sin duda también los seguidores de Jesús tendrán que hacer suya la cruz, el yugo, de su pasión; pero el peso de la cruz, del yugo, que él nos ofrece, brota de su amor; es decir, seguir a Jesús, incluso allí donde se exige sacrificio y renuncia, sufrimiento, en una palabra, se torna suave y ligero, porque es una opción de amor que ensancha el corazón en la felicidad más intensa.
Jesús nos dice: «tomad mi yugo; echad sobre vuestros hombros mi carga» es decir, haced vuestra mi manera de interpretar la vida, mi manera de situarme ante Dios, ante los hombres y ante las cosas materiales. Nadie desconfía de alguien que es manso y humilde de corazón; una persona así no puede hacernos mal. Nadie desconfía de un niño. Los grandes del mundo, los sabios, los poderosos se ríen y se burlan de un discurso así, porque en su corazón han hecho una opción perversa, equivocada: han optado por quienes oprimen, quienes sojuzgan.
6. Por eso precisamente les resulta imposible entender el discurso de Jesús: porque no son sencillos, no son niños. tienen su corazón tan repleto de cosas y de sí mismos, que no les cabe la revelación de Dios; en cambio los niños, los pobres, los humildes, están siempre dispuestos a recibir la palabra de alguien que es manso, dulce, misericordioso: Por eso Jesús da gracias al Padre, porque «ha revelado estas cosas a los pequeños, a los humildes».
7. En el contexto de las palabras del Evangelio que hemos escuchado, hay que interpretar la carta del P. Fundador que acabamos de leer: la primera condición para poder llevar sobre los propios hombros el yugo de Jesús es, sin duda, como acabamos de escuchar al P. Fundador: «Que tengas en paz el alma». Si alguien es pacífico, podrá sembrar la paz, la dulzura, la mansedumbre en torno a sí.
Pero esta paz no es indiferencia ante todo y frente a todo; sino que es más bien el fruto del amor divino que es capaz de hacer olvidar el sufrimiento inherente a toda vida humana. Qué bien resuena todo esto en las palabras del P. Fundador:
«Hay debajo de las brasas de la tribulación sufrida por Dios una plancha de fortaleza santa y esta plancha es la que caldea el horno del divino amor. Cuanto más fuego, más encendida está la plancha y por ende mayor calor en el horno de los divinos amores que hay en nuestro corazón».
Así se explica lo que dicen las Constituciones (nº 9), citando al propio P. Fundador:
– Abrazarse al yugo de Jesús: «No sepan ni quieran otra cosa que hacer siempre la Voluntad de Dios».
– Solamente el amor las hará capaces de que el yugo de Jesús, la Voluntad de Dios, se torne en mansedumbre, humildad y disponibilidad para todos los hermanos «La mansedumbre las llevará a devolver sonrisas a los que las desprecien; la humildad a tener a todos por primeros y superiores y así someterse a todos, sirviéndolos por puro amor.»
– Y el modelo a seguir, asequible y dulce, es la Virgen Niña: «En el ‘Sí’ incondicional que dio al Señor… la criatura más disponible y entregada a la voluntad de Dios (el yugo suave y la carga ligera) …, el modelo de nuestra consagración religiosa y apostólica.
Por eso podemos concluir nuestra reflexión con las palabras del P. Fundador que acabamos de escuchar:
«Con que ahora, hija, dime si te alegra sufrir; pero no es esto solo… vuelve a pensar, hija soñadora, si te agrada sufrir, si es hermoso sufrir por lo que sufrimos». Si es hermoso poner sobre nuestros hombros el yugo suave y la carga ligera que nos ofrece el Señor.»