CAPÍTULO 1
LA SINODALIDAD EN LA ESCRITURA, EN LA TRADICIÓN, EN LA HISTORIA
11. Los datos normativos de la vida sinodal de la Iglesia que se encuentran en la Escritura y en la Tradición atestiguan que en el centro del diseño divino de salvación resplandece la vocación a la unión con Dios y a la unidad en Él de todo el género humano que se cumple en Jesucristo y se realiza a través del ministerio de la Iglesia. Estos ofrecen las líneas de fondo necesarias para el discernimiento de los principios teológicos que deben animar y regular la vida, las estructuras, los procesos y los acontecimientos sinodales. Sobre esta base, se describen las formas de sinodalidad desarrolladas en la Iglesia en el curso del primer milenio, y con posterioridad, en el segundo milenio, en la Iglesia católica, refiriendo algunas informaciones sobre la praxis sinodal de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales.
1.1. La enseñanza de la Escritura12. El Antiguo Testamento atestigua que Dios creó al ser humano, varón y mujer, a su imagen y semejanza como un ser social llamado a colaborar con Él caminando en el signo de la comunión, custodiando el universo y orientándolo hacia su meta (Gn1,26-28). Desde el principio, el pecado insidia la realización del proyecto divino, rompiendo la ordenada red de relaciones en la que se expresan la verdad, la bondad y la belleza de la creación y ofuscando su vocación en el corazón del ser humano. Pero Dios, en la riqueza de su misericordia, confirma y renueva la alianza para reconducir al sendero de la unidad lo que estaba disperso, volviendo a sanar la libertad del hombre y enderezándola para que acoja y viva el don de la unión con Dios y de la unidad con los hermanos en la casa común de lo creado (cfr. p. e. Gn 9,8-17; 15; 17; Éx 19–24; 2 Sm 7,11).
13. En la realización de su designio, Dios convocó a Abraham y a su descendencia (cfr. Gn 12,1-3; 17,1-5; 22,16-18). Esta convocación, expresada con el término קָהָל/עֵדָה (edah– qahal), que con frecuencia se traduce en griego con ἐκκλησία (ekklesía), fue sancionada en el pacto de alianza en el Sinaí (cfr. Éx 24,6-8; 34,20ss.). La convocación da relieve y dignidad de interlocutor de Dios al Pueblo liberado de la esclavitud, que en el camino del éxodo se reúne en torno a su Señor para celebrar el culto y vivir la Ley, reconociéndose como su propiedad exclusiva (cfr. Dt5,1-22; Jos8; Neh8,1-18).
קָהָל/עֵדָה (qahal – ‘edah) es la forma originaria en la que se manifiesta la vocación sinodal del Pueblo de Dios. En el desierto, Dios ordena hacer un censo de las tribus de Israel, asignando a cada una su puesto (cfr. Nm 1–2). En el centro del la asamblea, como único guía y pastor, está el Señor que se hace presente a través del ministerio de Moisés (cfr. Nm 12; 15–16; Jos8,30-35), a quien se asocian otros de modo subordinado y colegial: los Jueces (cfr. Éx 18,25-26), los Ancianos (cfr. Nm 11,16-17.24-30), los Levitas (cfr. Nm 1,50-51). La asamblea del Pueblo de Dios comprende no sólo a los varones (cfr. Éx 24,7-8), sino también a las mujeres y a los niños, como también a los forasteros (cfr. Jos8,33.35). La asamblea es el partner convocado por el Señor cada vez que Él renueva la alianza (cfr. Dt27-28; Jos24; 2 Re23; Neh8).
14. El mensaje de los Profetas inculca en el Pueblo de Dios la exigencia de caminar a lo largo de las travesías de la historia manteniéndose fieles a la alianza. Por eso los Profetas invitan a la conversión del corazón hacia Dios y a la justicia en las relaciones con el prójimo, especialmente con los más pobres, los oprimidos, los extranjeros, como testimonio tangible de la misericordia del Señor (cfr. Jr 37,21; 38,1).
Para que esto se realice, Dios promete que dará un corazón y un espíritu nuevos (cfr. Ez 11,19) y abrirá un nuevo éxodo ante su Pueblo (cfr. Jr 37–38): entonces Él establecerá una nueva alianza, que ya no estará escrita sobre tablas de piedra sino sobre los corazones (cfr. Jr 31,31-34). Esta se extenderá sobre horizontes universales, porque el Servidor del Señor reunirá a las naciones (cfr. Is53), y se sellará con la efusión del Espíritu del Señor sobre todos los miembros de su Pueblo (cfr. Jl3,1-4).
15. Dios realiza la nueva alianza prometida en Jesús de Nazaret, el Mesías y Señor, que con su kérygma, su vida y su persona revela que Dios es comunión de amor que con su gracia y misericordia quiere abrazar en la unidad a la humanidad entera.
Él es el Hijo de Dios, proyectado desde la eternidad en el amor hacia el seno del Padre (cfr. Jn1,1.18), hecho hombre en la plenitud de los tiempos (cfr. Jn1,14; Gál 4,4) para llevar a cumplimiento el divino designio de la salvación (cfr. Jn8,29; 6,39; 5,22.27). No obrando nunca solo, Jesús realiza en todo la voluntad del Padre, que permaneciendo en Él, realiza Él mismo su obra mediante el Hijo que ha enviado al mundo (cfr. Jn14,10).
El designio del Padre se cumple escatológicamente en la pascua de Jesús, cuando Él da su vida para retomarla nueva en la resurrección (cfr. Jn10,17) y participarla como vida filial y fraterna a sus discípulos en la efusión «sin medida» del Espíritu Santo (cfr. Jn3,34). La pascua de Jesús es el nuevo éxodo que reúne en la unidad (συναγάγῃ εἰς ἕν) a todos los que en la fe creen en Él (cfr. Jn11,52) y que Él los conforma consigo mediante el Bautismo y la Eucaristía. La obra de la salvación es la unidad que Jesús pide al Padre en la inminencia de la pasión: «Como tú, Padre, estás en mí y yo estoy en ti, que ellos también estén en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn17,21).
16. Jesús es el peregrino que proclama la buena noticia del Reino de Dios (cfr. Lc4,14-15; 8,1; 9,57; 13,22; 19,11), anunciando «el camino de Dios» (cfr. Lc20,21) y señalando la dirección (Lc9,51-19,28). Más aun, Él mismo es «el camino» (cfr. Jn14,6) que conduce al Padre, comunicando a los hombres, en el Espíritu Santo (cfr. Jn 16,13), la verdad y la vida de la comunión con Dios y los hermanos. Vivir la comunión de acuerdo con la dimensión del mandamiento nuevo de Jesús significa caminar juntos en la historia como Pueblo de Dios de la nueva alianza de manera correspondiente con el don recibido (cfr. Jn15,12-15). El evangelista Lucas, en el relato de los discípulos de Emaús (cfr. Lc24,13-35), ha delineado una imagen viva de la Iglesia como Pueblo de Dios, guiado a lo largo del camino por el Señor resucitado que lo ilumina con su Palabra y lo nutre con el Pan de la vida.
17. El Nuevo Testamento usa un término específico para expresar el poder que Jesús recibió del Padre para comunicar la salvación y ejerce sobre todas las criaturas con la fuerza (δύναμις) del Espíritu Santo: ἐξουσία (exousía = autoridad). Esta consiste en la comunicación de la gracia que nos hace «hijos de Dios» (cfr. Jn1,12). Los Apóstoles reciben la ἐξουσία del Señor resucitado, que los envía para que hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a observar todo lo que Él ha ordenado (cfr. Mt28,19-20). De ella participan, por la fuerza del Bautismo, todos los miembros del Pueblo de Dios, que habiendo recibido «la unción del Espíritu Santo» (cfr. 1 Jn 2,20.27), son instruidos por Dios (cfr. Jn6,45) y conducidos «hacia la verdad plena» (cfr. Jn16,13).
18. La ἐξουσία del Señor resucitado se expresa en la Iglesia mediante la pluralidad de los dones espirituales (τα πνευματικά) o carismas (τα χαρίσματα) que el Espíritu otorga en el seno del Pueblo de Dios para edificación del único Cuerpo de Cristo. En su ejercicio se respeta una τάξις (orden) objetiva, de modo que puedan desarrollarse en armonía y producir los frutos destinados para beneficio de todos (cfr. 1 Cor 12,28-30; Ef4,11-13). El primer lugar entre ellos es el de los Apóstoles – entre los cuales Jesús otorgó un papel peculiar y preeminente a Simón Pedro (cfr. Mt16,18s., Jn21,15 ss.): en efecto, a él se le confió el ministerio de guiar la Iglesia en la fidelidad al depositum fidei (1 Tim6,20; 2 Tim1,12.14). Pero el término χάρισμα evoca también la gratuidad y la pluriformidad de la libre iniciativa del Espíritu que otorga a cada uno el propio don en vista de la utilidad común (cfr. 1 Cor 12,4-11; 29-30; Ef4,7). Siempre en la lógica de la sumisión recíproca y del mutuo servicio (cfr. 1 Cor 12,25): porque el don supremo y regulador de todos es la caridad (cfr. 1 Cor 12,31).
19. Los Hechos de los Apóstoles nos dan testimonio de algunos momentos importantes en el camino de la Iglesia apostólica, en los que el Pueblo de Dios fue llamado a ejercer en forma comunitaria el discernimiento de la voluntad del Señor resucitado. El protagonista que guía y orienta en este camino es el Espíritu Santo, derramado sobre la Iglesia el día de Pentecostés (cfr. Hch2,2-3). Los discípulos, en el ejercicio de sus respectivos roles, tienen la responsabilidad de ponerse en actitud de escuchas de su voz para discernir el camino que se debe seguir (cfr. Hch5,19-21; 8,26.29.39; 12,6-17; 13,1-3; 16,6-7.9-10; 20,22). Por ejemplo en la elección de «siete hombres de buena reputación, llenos de Espíritu Santo y de sabiduría», a los que los Apóstoles confiaron el oficio de «servir las mesas» (cfr. Hch6,1-6), y en el discernimiento de la cuestión crucial de la misión entre los paganos (cfr. Hch10).
20. Estas cuestiones fueron tratadas en lo que la tradición llamó “el Concilio apostólico de Jerusalén” (cfr. Hch15; y también Gál 2,1-10). Allí se puede reconocer un acontecimiento sinodal en el que la Iglesia apostólica, en un momento decisivo de su camino, vive su vocación bajo la luz de la presencia del Señor resucitado en vista de la misión. Este acontecimiento, a lo largo de los siglos, será interpretado como la figura paradigmática de los Sínodos celebrados por la Iglesia.
El relato describe con precisión la dinámica del acontecimiento. Frente a una cuestión relevante y controvertida que la interpela, la comunidad de Antioquía decide dirigirse «a los Apóstoles y a los Ancianos» (15,2) de la Iglesia de Jerusalén, y envían a Pablo y Bernabé. La comunidad de Jerusalén, los Apóstoles y los Ancianos se reúnen de inmediato (15,4) para examinar la situación. Pablo y Bernabé refieren lo que ha sucedido. Sigue una discusión viva y abierta (ἐκζητήσωσιν: 15,7a). Se escuchan, en particular, los testimonios autorizados y la profesión de fe de Pedro (15,7b-12).
Santiago interpreta los hechos a la luz de la palabra profética (cfr. Am9,11-12: Hch15,14-18) que atestigua la voluntad salvífica universal de Dios, que eligió «un pueblo de entre las naciones» (ἐξ ἐϑνῶν λαόν; 15,14), y formula la decisión ofreciendo algunas reglas de comportamiento (15,19-21). Su discurso manifiesta una perspectiva de la misión de la Iglesia firmemente enraizada en el designio de Dios y al mismo tiempo abierta a sus nuevas manifestaciones en el desarrollo progresivo de la historia de la salvación. Finalmente eligen algunos enviados para que lleven la carta que transmite la decisión asumida junto con las normas que se deben seguir (15,23-29), carta que es entregada y leída con alegría en la comunidad de Antioquía (15,30-31).
21. En el proceso todos son actores, aunque su papel y contribución son diversificados. La cuestión es presentada a toda la Iglesia de Jerusalén (πᾶν τὸ πλῆϑος; 15,12), que está presente durante todo su desarrollo y es involucrada en la decisión final (decidieron los apóstoles y los ancianos, junto con toda la comunidad: ἔδοξε τοῖς ἀποστόλοις καὶ τοῖς πρεσβυτέροις σὺν ὅλῃ τῇ ἐκκλησία; 15,22). Pero en primera instancia son interpelados los Apóstoles (Pedro y Santiago, que toman la palabra) y los Ancianos, que ejercen su ministerio específico con autoridad.
La decisión fue tomada por Santiago, guía de la Iglesia de Jerusalén, en virtud de la acción del Espíritu Santo que guía el camino de la Iglesia asegurándole la fidelidad al Evangelio de Jesús: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros» (15,28). Toda la asamblea recibió la decisión y la hizo propia (15,22); posteriormente hizo lo mismo la comunidad de Antioquía (15,30-31). A través del testimonio de la acción de Dios y el intercambio de los propios juicios, la inicial diversidad de opiniones y la vivacidad del debate fueron encausados, con la recíproca escucha del Espíritu Santo, hacia aquel consenso y unanimidad (ὁμοϑυμαδόν, cfr. 15,25) que es fruto del discernimiento comunitario al servicio de la misión evangelizadora de la Iglesia.
22. El desarrollo del Concilio de Jerusalén muestra de manera viva el camino del Pueblo de Dios como una realidad compaginada y articulada donde cada uno tiene un puesto y un rol específico (cfr. 1 Cor 12,12-17; Rom 12,4-5; Ef4,4).
El apóstol Pablo, a la luz del banquete eucarístico, evoca la imagen de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, para expresar tanto la unidad del organismo como la diversidad de sus miembros. En efecto, como en el cuerpo humano todos los miembros son necesarios en su especificidad, así también en la Iglesia todos gozan de la misma dignidad en virtud del Bautismo (cfr. Gál 3,28, 1 Cor 12,13) y todos deben hacer su propia contribución para cumplir el designio de la salvación «en la medida del don de Cristo» (Ef 4,7).
Por lo tanto, todos son corresponsables de la vida y de la misión de la comunidad y todos son llamados a obrar según la ley de la mutua solidaridad en el respeto de los específicos ministerios y carismas, en cuanto cada uno de ellos recibe su energía del único Señor (cfr. 1 Cor 15,45).
23. La meta del camino del Pueblo de Dios es la nueva Jerusalén, envuelta con el radiante esplendor de la gloria de Dios, en la que se celebra la liturgia celestial. El libro del Apocalipsis contempla allí «al Cordero de pie, como inmolado», que con su sangre ha rescatado para Dios «hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación» y ha hecho de ellos, «para nuestro Dios, un reino y sacerdotes, y reinarán sobre la tierra». En la liturgia celestial participan los ángeles y «miles de miles y millones de millones» con todas las criaturas del cielo y de la tierra (cfr. Ap 5,6.9.11.13). Entonces se cumplirá la promesa que encierra el sentido más profundo del designio divino de salvación: «¡Esta es la morada de Dios con los hombres! Él habitará entre ellos, ellos serán su pueblo y Él será el “Dios-con-ellos”» (Ap 21,3).
1.2. Los testimonios de los Padres y la Tradición en el primer milenio
24. La perseverancia en el camino de la unidad a través de la diversidad de lugares y culturas, situaciones y tiempos, es el desafío al que debe responder el Pueblo para caminar en la fidelidad al Evangelio mientras siembra la semilla en la experiencia de diversos pueblos. La sinodalidad se manifiesta desde el comienzo como garantía y encarnación de la fidelidad creativa de la Iglesia a su origen apostólico y a su vocación católica. Ella se expresa de forma unitaria en la sustancia, pero poco a poco se hace explícita, a la luz del testimonio escriturístico, en el desarrollo vivo de la Tradición. Por lo tanto, esta forma unitaria conoce diferentes expresiones según los diversos momentos históricos y en el diálogo con las diversas culturas y situaciones sociales.
25. En el comienzo del siglo II, el testimonio de Ignacio de Antioquía describe la conciencia sinodal de las diversas Iglesias locales, que sólidamente se reconocen como expresiones de la única Iglesia. En la carta que dirige a la comunidad de Éfeso, afirma que todos sus miembros son σύνοδοι, compañeros de viaje, en virtud de la dignidad bautismal y de la amistad con Cristo[17]. Destaca además el orden divino que compagina la Iglesia[18], llamada a entonar las alabanzas de la unidad a Dios Padre en Cristo Jesús[19]: el colegio de los Presbíteros es el consejo del Obispo[20] y todos los miembros de la comunidad, cada uno por su parte, están llamados a edificarla. La comunión eclesial es producida y se manifiesta en la asamblea eucarística presidida por el Obispo, alimentando la conciencia y la esperanza de que al final de la historia Dios reunirá en su Reino a todas las comunidades que ahora lo viven y celebran en la fe[21].
La fidelidad a la doctrina apostólica y la celebración de la Eucaristía bajo la guía del Obispo, sucesor de los Apóstoles, el ejercicio ordenado de los diversos ministerios y el primado de la comunión en el recíproco servicio para alabanza y gloria de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo: estos son los rasgos distintivos de la verdadera Iglesia. Cipriano di Cartago, heredero e intérprete de esta Tradición en la mitad del siglo III, formula el principio episcopal y sinodal que debe regir la vida y la misión en nivel local y universal: si es verdad que en la Iglesia local nada se hace sin el Obispo (nihil sine episcopo),es también verdad que nada se hace sin el consejo de los presbíteros y diáconos y sin el consentimiento del pueblo (nihil sine consilio vestro [de los Presbíteros y Diáconos] et sine consensu plebis)[22], manteniendo siempre firme la regla de que «el episcopado es único, del cual participa cada uno por entero» (episcopatus unus est cuius a singulis in solidum pars tenetur)[23].
26. A partir del siglo IV se forman provincias eclesiásticas que manifiestan y promueven la comunión entre las Iglesias locales y que están presididas por un Metropolita. En vista de deliberaciones comunes se realizan sínodos provinciales como instrumentos específicos de ejercicio de la sinodalidad eclesial.
El 6º canon del concilio de Nicea (325) reconoce a las sedes de Roma, Alejandría y Antioquía una preeminencia (πρεσβεία) y una primacía a nivel regional[24]. En el Primer Concilio de Constantinopla (381) se añade la sede de Constantinopla a la lista de las sedes principales. El canon 3º reconoce al Obispo de esta ciudad una presidencia honorífica después del Obispo de Roma[25], título que es confirmado por el canon 28º del concilio de Calcedonia (451)[26], cuando la sede de Jerusalén es asociada a la lista. Esta pentarquía es considerada en Oriente como forma y garantía del ejercicio de la comunión y de la sinodalidad entre estas cinco sedes apostólicas.
La Iglesia en Occidente, reconociendo el rol de los Patriarcados de Oriente, no considera la Iglesia de Roma como un Patriarcado entre los otros, sino que le atribuye un primado específico en el seno de la Iglesia universal.
27. El canon apostólico 34, originado a fines del siglo III y muy conocido en Oriente, establece que cualquier decisión que supere la competencia del Obispo de la Iglesia local debe ser asumida sinodalmente: «Los Obispos de cada nación (ἔϑνος) deben reconocer a aquel que es el primero (πρότος) entre ellos, y considerarlo cabeza (κεφαλή) de ellos,y no hacer nada importante sin su consentimiento (γνώμη) (…) pero el primero (πρώτος) no puede hacer nada sin el consentimiento de todos»[27]. La acción sinodal en concordia (ὁμόνοια) implementada así por la Iglesia está dirigida a la glorificación de Dios Padre por Cristo en el Espíritu Santo. El papel del πρώτος, a nivel provincial y metropolitano (y después patriarcal), es el de convocar y presidir el Sínodo en sus respectivos niveles para afrontar las cuestiones comunes y publicar las resoluciones necesarias en virtud de la autoridad (ἐξουσία) del Señor expresada por los Obispos reunidos sinodalmente.
28. Si bienen los Sínodos que se celebran periódicamente a partir del siglo III a nivel diocesano y provincial se tratan las cuestiones de disciplina, culto y doctrina que se presentan en el ámbito local, se tiene firme convicción de que las decisiones que se adoptan son expresión de la comunión con todas las Iglesias. Esta convicción eclesial, que atestigua la conciencia de que cada Iglesia local es expresión de la Iglesia una y católica, se manifiesta mediante la comunicación de las cartas sinodales, las colecciones de los cánones sinodales transmitidas a las otras Iglesias, el pedido del reconocimiento recíproco entre las diversas sedes, el intercambio de delegaciones que a menudo implica viajes fatigosos y peligrosos.
Desde el principio la Iglesia de Roma goza de singular consideración, en virtud del martirio que allí padecieron los apóstoles Pedro y Pablo. El Obispo de Roma es reconocido como sucesor de Pedro[28].La fe apostólica, custodiada firmemente en ella, el ministerio dotado de autoridad que ejerce su Obispo en servicio de la comunión entre las Iglesias, la rica práctica de vida sinodal que se reconoce en ella, la convierten en el punto de referencia para todas las demás Iglesias, que también se dirigen a Roma para dirimir las controversias[29], cumpliendo de esta manera las funciones de sede de apelaciones[30]. Además, la sede romana llega a ser en Occidente el prototipo de organización de las otras Iglesias tanto en nivel administrativo como canónico.
29. En el año 325 se celebra en Nicea el primer Concilio ecuménico, convocado por el emperador. Allí se hacen presentes los Obispos proveniente de diversas regiones de Oriente y los Legados del Obispo de Roma. Su profesión de fe y sus decisiones canónicas son reconocidas en su valor normativo por toda la Iglesia, no obstante la trabajosa recepción, como sucederá también en otras ocasiones a lo largo de la historia. En el Concilio de Nicea, mediante el ejercicio sinodal del ministerio de los Obispos, se expresó institucionalmente, por primera vez en el nivel universal, la ἐξουσία (exousía = autoridad) del Señor resucitado que guía y orienta en el Espíritu Santo el camino del Pueblo de Dios. Análoga experiencia se verificará en los sucesivos Concilios ecuménicos del primer milenio, a través de los cuales se perfila normativamente la identidad de la Iglesia una y católica. En ellos se explicita progresivamente la conciencia que es esencial para el ejercicio de la autoridad del Concilio ecuménico, la συμφωνία (symphōnía = armonía) de los jefes de las diversas Iglesias, la συνεργεία (synergeía = la actuación conjunta) del Obispo de Roma, la συνφρόνησης (synphrónēsēs = común acuerdo) de los demás Patriarcas y el acuerdo de su enseñanza con la de los Concilios precedentes[31].
30. Durante el primer milenio, en cuanto al modus procedendi, los Sínodos locales se remontan por una parte a la Tradición apostólica, y por otra, en su procedimiento concreto, aparecen marcados por el contexto cultural en el que tienen lugar[32].
Acerca de la participación, en el caso del Sínodo de una Iglesia local, en línea de principio participa la comunidad entera con todos sus componentes, atendiendo a los respectivos roles[33]. En los Sínodos provinciales participan los Obispos de las diversas Iglesias, pero también pueden ser invitados Presbíteros y Monjes para que ofrezcan su contribución. En los Concilios ecuménicos celebrados en el primer milenio participan solamente los Obispos. Son los Sínodos diocesanos y provinciales, sobre todo, los que establecerán la praxis sinodal que se difundirá en el primer milenio.
1.3. El desarrollo de la praxis sinodal en el II milenio
31. Con el comienzo del II milenio la praxis sinodal fue asumiendo diversas formas de procedimiento en Occidente y en Oriente, en particular después de la ruptura de la comunión entre la Iglesia de Constantinopla y la Iglesia de Roma (siglo XI) y la caída bajo el control político del Islam de los territorios eclesiásticos pertenecientes a los Patriarcados de Alejandría, Antioquía y Jerusalén.
En las Iglesias de Oriente continuó la praxis sinodal conforme a la Tradición de los Padres, en particular en el nivel de los Sínodos patriarcales y metropolitanos. Pero también se celebraron Sínodos extraordinarios con la participación de los Patriarcas y Metropolitas. En Constantinopla se consolidó la actividad de un Sínodo permanente (Σύνoδος ἐνδημούσα), conocido desde el siglo IV también en Alejandría y Antioquía, con asambleas regulares para examinar las cuestiones litúrgicas, canónicas y prácticas, y con diversas formas de procedimiento durante el periodo bizantino y, después de 1454, en el período otomano. En las Iglesias Ortodoxas, la praxis del Sínodo permanente continúa viva hasta la actualidad.
32. En la Iglesia católica la reforma gregoriana y la lucha por la libertas Ecclesiae contribuyeron a la afirmación de la autoridad primacial del Papa. Si por una parte se liberó a los Obispos de la subordinación al Emperador, por otra –si no era bien entendida- introducía el peligro de debilitar la conciencia de las Iglesias locales.
El Sínodo Romano, que desde el siglo V cumplía las funciones de consejo del Obispo de Roma y en el que además de los Obispos de la provincia romana participaban también los Obispos presentes en la Urbe en el momento de la celebración, junto con los Presbíteros y Diáconos, se convirtió en el modelo de los Concilios del Medioevo. Estos, presididos por el Papa o su Legado, no eran asambleas exclusivamente de Obispos y eclesiásticos, sino expresiones de la christianitas occidental en las que junto con las autoridades eclesiásticas (Obispos, Abades y Superiores de las Órdenes religiosas), tomaban parte con roles diversos, también las autoridades civiles (representantes del Emperador, de los Reyes y grandes dignitarios) y peritos teólogos y canonistas.
33. En el nivel de las Iglesias locales, también a partir de la amplia praxis sinodal ejercida en el Imperio Romano de Occidente instaurado por Carlomagno, los Sínodos perdieron su carácter exclusivamente eclesial y asumieron la forma de Sínodos regionales o nacionales, en el que participaban los Obispos y otras autoridades eclesiásticas bajo la presidencia del Rey.
En el transcurso del Medioevo no faltaron ejemplos de revitalización de la praxis sinodal en el sentido más amplio del término, por ejemplo lo realizado por los Monjes de Cluny. Una contribución para mantener viva la praxis sinodal la ofrecieron también los Capítulos de las Iglesias catedrales así como las nuevas comunidades de vida religiosa, en particular las Órdenes mendicantes[34].
34. Un caso singular se produjo, al final del Medioevo, con ocasión del Cisma de Occidente (1378-1417), con la simultánea presencia de dos y después hasta tres pretendientes al título papal. La solución de esta intricada cuestión se produjo en el Concilio de Constanza (1414-1418), mediante la aplicación del derecho eclesiástico de emergencia previsto por los canonistas medievales, procediendo a la elección del Papa legítimo. Pero en esta situación se abrió camino a la tesis conciliarista que pretendía instaurar la superioridad de un régimen conciliar permanente sobre la autoridad primacial del Papa.
El conciliarismo, en su justificación teológica y en su configuración práctica no tiene firmeza si se lo juzga de acuerdo con el legado de la Tradición. Sin embargo ofrece una lección para la historia de la Iglesia: los peligros de cisma, siempre en acecho, no se pueden evitar, y la continua reforma de la Iglesia “en la cabeza y en los miembros” (in capite et membris) no se puede realizar sin un correcto ejercicio de la praxis sinodal que, en la línea de la Tradición, exige como garantía propia la autoridad primacial del Papa.
35. Un siglo más tarde, la Iglesia católica, como respuesta a la crisis producida por la reforma protestante, celebró el Concilio de Trento. Es el primer Concilio de la modernidad que se distingue por algunas características: ya no tiene la figura de un Concilio de la christianitas como en el Medioevo, ahora se privilegia la participación de los Obispos junto a los Superiores de las Órdenes religiosas y de las Congregaciones monásticas, mientras que los legados de los Príncipes, aunque participan de las sesiones, no tienen derecho al voto.
El Concilio estableció la norma de que se celebraran Sínodos diocesanos cada año y provinciales cada tres años, para contribuir a la transmisión del impulso de la reforma tridentina a toda la Iglesia. Ejemplo y modelo fue la actuación de San Carlos Borromeo, Arzobispo de Milán, que durante su ministerio convocó 5 Sínodos provinciales y 11 diocesanos. Análoga iniciativa fue emprendida en América por Santo Toribio de Mogrovejo, Obispo de Lima, que convocó 3 Concilios provinciales y 13 Sínodos diocesanos, a los que se agregan los tres Concilios provinciales en México en el mismo siglo.
Los Sínodos diocesanos y provinciales celebrados a partir del Concilio de Trento no tenían como objeto, según la cultura del tiempo, suscitar la corresponsabilidad activa de todo el Pueblo de Dios – la congregatio fidelium –, sino transmitir y poner en práctica normas y disposiciones. La reacción apologética ante la crítica a la autoridad eclesiástica por parte de la reforma protestante y a su impugnación por parte de numerosas vertientes del pensamiento moderno, acentuó la visión ‘jerarcológica’ de la Iglesia como sociedad perfecta y de desiguales (societas perfecta et inaequalium), llegando a identificar a los Pastores –teniendo en su vértice al Papa– con la Ecclesia docens, y al resto del Pueblo de Dios con la Ecclesia discens.
36. Las Comunidades eclesiales nacidas de la reforma protestante promueven una forma específica de práctica sinodal, en el contexto de una eclesiología y una doctrina y práctica sacramental y ministerial que se apartan de la Tradición católica.
Según la confesión luterana, el gobierno sinodal de las comunidades eclesiales, en el que participa un cierto número de fieles en razón del sacerdocio común derivado del Bautismo, es tenida como la estructura que está más de acuerdo con la vida de la Comunidad cristiana. Todos los fieles están llamados a tomar parte en la elección de los ministros y de responsabilizarse de la fidelidad a la enseñanza del Evangelio y del orden eclesiástico. En general, esta prerrogativa es ejercida por los gobernantes civiles, y en el pasado ha dado vida a un régimen de estrecho vínculo con el Estado.
En las Comunidades eclesiales de tradición reformada se afirma la doctrina de los cuatro ministerios (pastores, doctores, presbíteros, diáconos) de Juan Calvino, según la cual la figura del presbítero representa la dignidad y los poderes conferidos a todos los fieles con el Bautismo. Los presbíteros, junto con los pastores, son por esto los responsables de la comunidad local, mientras que la praxis sinodal prevé la presencia en forma de asamblea de los doctores, de los otros ministros y de una mayoría de fieles laicos.
La praxis sinodal es una constante en la vida de la Comunión Anglicana en todos los niveles –local, nacional e internacional. La expresión según la cual es synodically governed, but episcopally led (gobernada sinodalmente, pero conducida episcopalmente), no intenta indicar simplemente una división entre el poder legislativo (propio de los Sínodos, en el que participan todos los componentes del Pueblo de Dios) y el poder ejecutivo (específico de los Obispos), sino más bien la sinergia entre el carisma y la autoridad personal de los Obispos, por una parte, y por otra, el don del Espíritu Santo derramado sobre toda la comunidad.
37. El Concilio Vaticano I (1869-1870) estableció la doctrina del primado y de la infalibilidad del Papa. El primado del Obispo de Roma, por el cual «en Pedro… fue instituido para siempre el principio y fundamento, perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión», es presentado por el Concilio como el ministerio puesto como garantía de la unidad e indivisibilidad del episcopado para servicio de la fe del Pueblo de Dios[35]. La fórmula según la cual las definiciones ex cathedra del Papa son irreformables «por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia»[36]«no hace superfluo el consensus Ecclesiae» sino que afirma el ejercicio de la autoridad que es propia del Papa en virtud de su específico ministerio[37]. Lo atestigua la consulta, realizada a todo el Pueblo de Dios por medio de los Obispos, por deseo del Papa Pío IX en vista de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción[38], práctica que fue seguida por el Papa Pío XII con referencia a la definición del dogma de la Asunción de María[39].
38. La necesidad de una pertinente y consistente restauración de la práctica sinodal en la Iglesia católica fue anunciada ya en el siglo XIX gracias a las obras de algunas voces proféticas como Johann Adam Möhler (1796-1838), Antonio Rosmini (1797-1855) y John Henry Newman (1801-1890), que se remiten a los documentos normativos de la Escritura y de la Tradición, preanunciando la renovación propiciada por los movimientos bíblico, litúrgico y patrístico. Ellos destacan como primaria y fundante, en la vida de la Iglesia, la dimensión de la comunión que implica una ordenada práctica sinodal en varios niveles, con la valorización del sensus fidei fidelium en intrínseca relación con el ministerio específico de los Obispos y del Papa. También, al perfilarse un nuevo clima en las relaciones ecuménicas con las otras Iglesias y Comunidades eclesiales y de un discernimiento más atento de las instancias propuestas por la conciencia moderna en lo que se refiere a la participación de todos los ciudadanos en la gestión de la cosa pública, se siente el impulso hacia una renovada y profundizada experiencia y presentación del misterio de la Iglesia en su intrínseca dimensión sinodal.
39. No se debe olvidar el nacimiento y progresiva consolidación, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, de una nueva institución que, sin gozar todavía de un perfil canónico preciso, ve reunirse a los Obispos de una misma nación en Conferencias Episcopales: signo del despertar de una interpretación colegial del ejercicio del ministerio episcopal con referencia a un territorio específico y en consideración de las cambiantes condiciones geopolíticas. En el mismo espíritu, en las vísperas del siglo XX se celebró en Roma un Concilio plenario latinoamericano, convocado por León XIII, que vio la participación de los Metropolitanos de las provincias eclesiásticas del Continente (1899). En el terreno de la teología y de la experiencia eclesial crece mientras tanto la conciencia de que «la Iglesia no se identifica con sus Pastores, que la Iglesia entera, por la acción del Espíritu Santo, es el sujeto o “el órgano” de la Tradición, y que los laicos tienen un rol activo en la transmisión de la fe apostólica»[40].
40. El Concilio ecuménico Vaticano II retomó el proyecto del Vaticano I y lo integró en la perspectiva de un “aggiornamento” complexivo, asumiendo los avances que habían ido madurando en los decenios precedentes y componiéndolos en una rica síntesis a la luz de la Tradición.
La Constitución dogmática Lumen gentiumilustra una visión de la naturaleza y misión de la Iglesia como comunión en la que se esbozan los presupuestos teológicos para una pertinente restauración de la sinodalidad: la concepción mistérica y sacramental de la Iglesia; su naturaleza de Pueblo de Dios peregrinante en la historia hacia la patria celestial, en el que todos los miembros, por el Bautismo, son marcados con la misma dignidad de hijos de Dios e investidos de la misma misión; la doctrina de la sacramentalidad del episcopado y de la colegialidad en comunión jerárquica con el Obispo de Roma.
El Decreto Christus Dominusdestaca a la Iglesia particular como sujeto y solicita a los Obispos que ejerzan en comunión con el presbiterio la tarea pastoral de la Iglesia que se les ha confiado, sirviéndose de la ayuda de un específico senado o consejo de presbíteros, y formula la invitación para que en cada Diócesis se constituya un Consejo pastoral, en el que participen Presbíteros, Religiosos y Laicos. Se augura además, en el nivel de la comunión entre las Iglesias locales de una misma región, que la venerada institución de los Sínodos y de los Concilios provinciales retome nuevo vigor, y se invita a promover la institución de las Conferencias Episcopales. En el Decreto Orientalium ecclesiarumse valorizan la institución patriarcal y su forma sinodal en relación con las Iglesias católicas orientales.
41. En orden a revitalizar la práctica sinodal en el nivel de la Iglesia universal, el Beato Pablo VI instituyó el Sínodo de los Obispos. Se trata de «un consejo estable de Obispos para la Iglesia universal», sujeto directa e inmediatamente a la autoridad del Papa, al que le «corresponde, por su misma naturaleza, la tarea de informar y aconsejar», y que «podrá gozar también del poder deliberativo cuando se lo conceda el Romano Pontífice»[41]. Esta institución tiene el objetivo de seguir aportando al Pueblo de Dios los beneficios de la comunión vivida durante el Concilio.
San Juan Pablo II, con ocasión del Jubileo del año 2000, trazó un balance del camino recorrido en la tarea de encarnar –en conformidad con la enseñanza del Vaticano II– la esencia misma del misterio de la Iglesia mediante las diversas estructuras de comunión. «Se ha hecho mucho –dice– pero queda ciertamente aún mucho por hacer para expresar de la mejor manera las potencialidades de estos instrumentos de la comunión… (y) responder con prontitud y eficacia a los problemas que la Iglesia tiene que afrontar en los cambios tan rápidos de nuestro tiempo»[42].
En los más de cincuenta años que han transcurridos desde el último Concilio hasta el día de hoy, en grupos cada vez más amplios del Pueblo de Dios ha madurado la conciencia de la naturaleza comunional de la Iglesia, y a nivel diocesano, regional y universal se han producido positivas experiencias de sinodalidad. En particular, se han realizado 14 Asambleas generales ordinarias del Sínodo de los Obispos, se han consolidado la experiencia y la actividad de las Conferencias Episcopales y por todas partes se han celebrado asambleas sinodales. Además se han constituido Consejos que han favorecido la comunión y la cooperación entre las Iglesias locales y los Episcopados para trazar líneas pastorales en nivel regional y continental.
[17] Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios, IX, 2; F.X. Funk (ed.), Patres apostolici, I, Tübingen, 1901, p. 220.
[18] Ignacio de Antioquía, Ad Smyrnaeos, VIII,1-2 (Funk, I, p. 282); Ad Ephesios, V, 1 (Funk, I, p. 216); III, 1 (p. 216); Ad Trallianos, IX, 1 (Funk, I, p. 250).
[19] Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios, IV (Funk, I, p. 216).
[20] Ignacio de Antioquía, Ad Trallianos, III, 1 (Funk, I, p. 244).
[21] Didajé, IX, 4; Funk, I, p. 22. Esta praxis fue después en cierto modo institucionalizada. Cfr. Ignacio de Antioquía, Ad Smyrnaeos, VIII, 1-2 (FUNK, I, p. 282); Cipriano, Epistula 69, 5 (CSEL III, 2; p. 720); De catholicae ecclesiae unitate, 23 (CSEL III, 1; p. 230-231); Juan Crisóstomo, In Ioannem homiliae. 46 (PG 59, 260); Agustín, Sermo 272 (PL 38, 1247 s.).
[22] Cipriano, Epistula, 14, 4 (CSEL III, 2; p. 512).
[23] Cipriano, De catholicae ecclesiae unitate, 5 (CSEL III, 1; p. 214).
[24] Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna 2002, pp. 8-9.
[25] Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna 2002, p. 32.
[26] Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna 2002, pp. 99-100.
[27] Cánones de los apóstoles (Mansi, Sacrorum Conciliorum nova et amplissima collectio I, 35).
[28] Cfr. ya en el siglo II, Ignacio de Antioquía, Ad Romanos, IV, 3 (Funk, I, p. 256-258); Ireneo, Adversus haereses, III, 3,2 (SCh 211, p. 32).
[29] Cfr. Clemente Romano, 1 Clementis, V, 4-5 (Funk, I, p. 104-106).
[30] Cfr. Sínodo de Sérdica (343), can. 3 y 5. DH 133-134
[31] Cfr. Concilio Ecuménico de Nicea II, DH 602.
[32] En África está atestiguada la praxis del Senado Romano y de los Concilia municipalia (cfr. por ejemplo el Concilio de Cartago del 256). En Italia se usan los métodos para los procesos conocidos en la praxis del gobierno imperial (cfr. el Concilio de Aquilea del 381). En el Reino de los Visigodos y posteriormente en el de los Francos el desarrollo de los Sínodos tiende a reflejar la praxis política conocida en ese lugar (cfr. Ordo de celebrando Concilio del sec. VII).
[33] Sobre la presencia de los laicos en los sínodos locales cfr. Orígenes, Dialogus cum Heraclius, IV, 24 (SCh 67; p. 62); por la praxis en uso en el África del Norte cfr. Cipriano, Epistula 17, 3 (CSEL III, 2; p. 522); Epistula 19, 2 (CSEL III, 2; p. 525-526); Epistula 30, 5 (CSEL III, 2; p. 552-553). En cuanto al sínodo de Cartago del 256 se afirma «praesente etiam plebis maxima parte» (Sententiae episcoporum numero LXXXVII, CSEL III, 1; p. 435-436). La Epistula 17, 3 testimonia que Cipriano intenta tomar la decisión de acuerdo con toda la plebs, reconociendo al mismo tiempo el valor peculiar del consenso de los coepiscopi.
[34] Sus conventos se agrupan en provincias y están sometidos a un Superior general que tiene jurisdicción sobre todos los miembros de la Orden. Además, los Superiores de la Orden –el general, los provinciales y los de cada convento– son elegidos por los representantes de los miembros de la Orden por un determinado período y en el ejercicio de su autoridad son asistidos por un Capítulo o Consejo.
[35] Concilio Ecuménico Vaticano I, Const. dog. De Ecclesia Christi Pastor aeternus, DH 3059. Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. dog. Lumen gentium, III, 18.
[36] Concilio Ecuménico Vaticano I, Const. dog. De Ecclesia Christi Pastor aeternus, DH 3074. Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. dog. Lumen gentium, III, 25.
[37] «Lo que se excluye – explica el documento de la CTI, El “sensus fidei” en la vida de la Iglesia (n.40) – es la teoría según la cual una tal definición exigiría este consentimiento, antecedente o consecuente, como condición para tener autoridad».
[38] Beato Pío IX, Enc. Ubiprimum nullis (1849), n. 6.
[39] Pío XII, Enc. Deiparae Virginis Mariae, AAS 42 (1950), 782-783.
[40] Comisión Teológica Internacional, El “sensus fidei” en la vida de la Iglesia (2014) 41.
[41] Beato Pablo VI, Carta Apostólica en forma de “Motu Proprio” Apostolica Sollicitudo (15 de septiembre de 1965) II. AAS 57 (1965), 776.
[42] San Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, al concluir el gran Jubileo del año 2000 (6 de enero de 2001) 44. AAS 93 (2001) 298.
Comisión Teológica Internacional
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