- Todas las miradas de la iglesia en todos los tiempos se han dirigido a María Madre de Dios. Encerrado el culto que se ha tributado a la Santísima Virgen hasta hoy en el esplendoroso marco que forman la adoración de los ángeles, pastores y reyes en Belén, y la proclamación del dogma de su Inmaculada Concepción, en cuyo tiempo la Iglesia toda, como una sola alma ha honrado siempre a María con la gloriosísima alabanza de la mujer de la Sagrada Escritura: “Beatus venter qui te portavit et uvera quae suxisti”, y segura la Iglesia de que a la Madre de Dios nada debía faltarle de lo que pudiera tener; ni le ha escatimado las alabanzas, ni puso obstáculo a los obsequios que se le querían tributar por el concepto de su Maternidad divina; antes al contrario, ganosa la Iglesia de honrarla siempre más, ella misma fue la primera en reverenciarla con el más esplendoroso culto.
Al calor de los amores de la Madre de Dios nació la Iglesia. En Ella hallaron los Apóstoles y los discípulos de éstos los más suaves consuelos; y los cultos que la Madre de Dios empezara a recibir en el Cenáculo, en la Casa de Nazareth, en el Pilar de Zaragoza, en las Iglesias Orientales, en las Catacumbas, en todo el mundo, no habían de quedar obscurecidos, antes al contrario, bien pronto debían repercutir en el Concilio de Efeso, donde la Iglesia, santa y sabiamente representada por San Cirilo, enseñaría a todos los hombres de todos los siglos y de todos los idiomas a repetir constantemente: -Santa María, Madre de Dios, ruego por nosotros pecadores.– Y desde entonces no ha habido cristiano, ni lo habrá, que no repita esas palabras, desde que empieza a balbucir el nombre de su madre, hasta que sus cárdenos labios se entreabren temblorosos para exhalar el último suspiro. Y no hubo pena ni tribulación de hijo alguno de la Iglesia, que no oyera referir entre sollozos y lamentos del alma la Virgen Madre; ni jamás hubo cántico de amores puros que no fuera entonado a la ministradora de la carne de Cristo. A Ella consagraron su sabiduría los doctores; y su regazo maternal fue la hoguera donde se inflamaron los santos; y del néctar purísimo de sus pechos se embriagaron las vírgenes; y al fuego de los marianos sacrificios sintieron tanto ardor los mártires que pasaron por las llamas sin quemarse; y tanto arrojo, que los tigres y panteras lamieron sus plantas; y tanta fuerza, que hicieron saltar en mil pedazos los potros y cadenas; y tanto fue su poder, que avasallaron, derramando su sangre, el titánico poder del mundo.
- La Madre de Dios, como a Jesús, llevó siempre a la Iglesia en sus brazos, y la defendió y la hizo crecer a pesar de todo el contrario esfuerzo de sus enemigos; y cuando fue combatida la cristiandad por los más fieros enemigos del nombre de Cristo, Ella defendió a su Iglesia y se conquistó el título de Auxilio de los cristianos. La Iglesia entera vivió siempre pendiente del esfuerzo de María, y orgullosa de tener por Madre a la Madre misma del Divino Salvador; y por eso clamó y clamará en todos los siglos: -Sancta Dei Genetrix, ora pro nobis.
Y surgieron del soberbio pecho de Lucifer las herejías, y vomitaron todas contra Jesús la envidia de sus entrañas, y todas tendían a negar que el Cristo era Dios y Hombre. Hijo de Dios vivo en la eternidad, e Hijo de María en el tiempo; y negaron que Jesús tuviera cuerpo de carne, afirmando que era un fantasma; y cuando más poderosos se alzaban los enemigos, más serena se levantaba la Iglesia para destruirlos, diciendo: -Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros,- y era tal el poder de María para desbaratar todas las asechanzas de Satanás en contra de la Iglesia, que ésta, como si la experiencia la hubiera saturado de tal verdad, exclamó y dijo: -Tú sola destruyes todas las herejías en el universo mundo.-
- Y como en la Madre de Dios encontraron los fieles cuanto podía desear su corazón cristiano para defenderse de los ataques de sus enemigos exteriores e interiores, sirviéndole la bendita madre de Dios de escudo y de aliento, de amparo y de estímulo, a Ella acudieron todos; y para mejor honrarla, cubrieron la tierra con los altares que levantaron en su honor, y embalsamaron la atmósfera con el incienso y el perfume de las flores que le ofrecieron; y de sus templos lograron los fieles hacer cielos donde al refulgir de miradas de cirios que ardían en todas partes, millones de corazones se postraban humildes ante la soberana Madre del Supremo Hacedor; sirviendo de este modo la naturaleza toda a los hombres, para que “María recibiera así de todo cuanto hay fecundo, dulce, gracioso, ameno y puro en el mundo, un tributo simbólico de alabanza, como a la Santísima Señora y Reina de la naturaleza reintegrada por su divina Maternidad”
- Y los más escogidos de entre los hombres viéronse obligados también a honrarla. Los sabios llegaron a sus plantas para defenderla y ensalzar sus glorias; los poetas para cantarle sus amores; los músicos para más idealizar en su armónico pentagrama los encantos purísimos de la Virgen Madre; y los pintores y escultores trazaron en lienzos y esculpieron en mármoles los purísimos contornos de la bendita entre todas las mujeres, de la hermosura por excelencia, de la Virgen de las vírgenes, de la Madre de Dios. Y en sus cánticos y en sus plegarias, en sus penas y en sus alegrías, en sus derrotas y en sus triunfos, jamás faltó a los amantes hijos de la Madre de Dios algún trofeo de nueva gloria que ofrecerle. Y los valientes y los héroes del mundo estamparon la imagen de María, como enseña protectora en sus pendones y banderas, y con ellos fueron vencedores de los campamentos enemigos del santo nombre de Cristo, y con tales enseñas conquistaron mundos.
- ¿Y quién no admira esa pléyade, más que ilustre, de hombres de toda clase y condición que se agruparon en derredor de la Virgen Madre para vencerse a sí mismos, y llegaron hasta las más altas cumbres de la santidad, y gustaron las más inefables delicias espirituales, y consiguieron las más ricas gracias para el mundo? San Bernardo, por decir de alguno, saboreó el riquísimo néctar de los pechos de la Madre de Dios, y el Serafín llagado consiguió de Ella para los hombres el Jubileo de la Porciúncula. Y por decirlo todo de una vez, y con expresión la más autorizada y elocuente terminar esta gloriosísima página de la historia de la iglesia en el mundo repetiremos una vez más con San Bernardo, “que jamás se ha oído decir que ninguno que recurriese a tan excelsa Madre hay sido de Ella desamparado”.
- Las imágenes de la Santísima Virgen que se veneran en Loreto y en el Pilar, la de Montserrat y del Rosario; la Virgen de la Merced y de la Consolación; la del Perpetuo Socorro y Buen Consejo; Nuestra Señora de Pompeya, de París, de Atocha, y millares de millares de imágenes de la Madre de Dios veneradas en todo el mundo durante todos los siglos, ¿no son testimonio bastante para convencernos de nuestro aserto?
- Y que de María, como Madre de Dios considerada, se predica todo lo que acabamos de decir, porque la Maternidad divina y la virginidad de la Reina del Cielo, eran tenidas como singulares privilegios, nos lo enseñan también los doctores con estas palabras “En una sola cosas es en la que no ha tenido semejante ni antes ni después: Ella tuvo los goces de las madres con el honor de la virginidad. Privilegio es de María que no se ha dado a otro; singular es y también continuo”.
Así debía ser, porque la Maternidad divina es el fundamento sobre que descansa la divinidad de Jesús. Y teólogos y doctores así entendieron, y, con San Anselmo, todos enseñaron que para relatar completa la historia de María, bastaba lo que estaba escrito –“quia de illa natus est Jesus”.- Luego todo lo que se ha honrado a María en la Iglesia, y todo lo que ésta la ha alabado y ensalzado, ha sido glorificándola siempre por razón de su oficio de Madre de Dios.
Y para dar por terminada la comprobación de este aserto, oigamos las elocuentísimas palabras del enamorado Santo Tomás de Villanueva. “No deja de ser un misterio, dice, que los santos evangelistas que refirieron tan claramente los hechos del Señor, y los de San Juan Bautista y los de los apóstoles, nos hablen tan brevemente de la Santísima Virgen, cuya vida y dignidad fue muy superior a la de todos los santos; y que nada nos digan de su Concepción, Nacimiento, Infancia y Muerte, ni de las costumbres con que viviera, ni de las virtudes con que estuvo adornada, ni cómo conversara con su Hijo, ni cómo tratara con los apóstoles después de la Ascensión. Grandes habían de ser todas estas cosas y hubieran sido leídas con gran devoción por los fieles, y los pueblos las hubieran imitado con gran amor. ¡Oh Evangelistas! ¿Por qué nos privasteis de tanto gozo con vuestro silencio? ¿Por qué nos ocultasteis cosas tan alegres, tan deseadas, tan gozosas? Pues ¿quién dudará que en su Nacimiento y Niñez acontecieron grandes cosas y que esta Niña en sus tiernos años fue para todos los siglos el más esclarecido portento de todas las virtudes? De todas estas cosas, esto no obstante, nada hay escrito en los libros canónicos… ¿Por qué de los actos de la Santísima Virgen no se ha escrito un libro como de los de San Pablo…? Porque es bastante para hacer la historia de María lo que ya se ha escrito: “quia de illa natus est Jesus”. ¿Qué más deseas? ¿Qué cosas buscas en la Virgen más excelente? Bástete saber que Ella es la Madre de Dios.
En conclusión: María debió ser honrada por la Iglesia bajo el concepto de Madre Dios, porque así convenía al Plan divino, y lo fue cuanto pudo ser. Sin que pueda servir de objeción el desconocimiento o duda que se tuvo, hasta el tiempo de la definición de su Concepción Inmaculada; pues, aunque esta es una prerrogativa y gracia singularísima de María, que influye en la santidad y en el culto que por ella se le debe en todo el período de su vida anterior a la Maternidad, para nada debía influir en el culto que se da a María por ser Madre de Dios; pues todos los teólogos unánimemente han enseñado siempre, y así lo ha creído la Iglesia toda, que María para ser Madre de Dios fue, de tal manera dispuesta y preparada que, aun en la opinión de los maculistas, María en la Encarnación fue totalmente libre del fomes que hasta entonces había estado en María, aunque ligado; y en cuanto a la recepción de la gracia fue en aquel instante consumada por la presencia del Hijo de Dios y confirmada en el bien. De donde claramente se ve, que aun en aquellos que no eran los defensores de la Concepción Inmaculada de María, le concedían todas las excelencias que a este privilegio corresponden al considerarla Madre de Dios.”
(Pbro. D. Federico Salvador, Del Culto de la Inmaculada, Granada (España) 1907, pp. 52-61)